Miercoles
5 de Febrero de 2025
REFLEXIONES
9 de agosto de 2017
Nos encontramos con situaciones conflictivas con más frecuencia de las que desearíamos. Acontecen en los ámbitos más variados y las instituciones educativas no somos ajenas a estas situaciones.
Un caso paradigmático de conflicto e itinerario hacia la reconciliación transformadora –para quienes nos sentimos hijos de Abraham (judíos, cristianos y musulmanes)- lo encontramos en el relato de Génesis 25-33 sobre el conflicto entre dos hermanos, Esaú y Jacob. Isaac y Rebeca – los padres – hubieron de esperar el milagro de la gravidez. En su se habían concedido a dos mellizos que se entrechocaban:
“dos pueblos hay en tu vientre, dos naciones que, al salir de tus entrañas se dividirán. La una oprimirá a la otra; el mayor servirá al pequeño” (Gen 25,23).
A partir de ahí comienza la división en la familia:
Los cuatro se podían preguntar: ¿porqué a mí? ¿a dónde ir? ¿porqué, Dios mío?
Este conflicto familia paradigmático surge de la humillación: el padre Isaac y el hijo Esaú son humillados y no se les reconoce en principio su dignidad como seres humanos. Y esto mantiene separados a los hermanos por un largo tiempo, casi 25 años. Hasta que Dios se dirige a Jacob y le dije:
“Vuelve a la tierra de tu padre. Estaré contigo” (Gen 31,3).
Jacob se encamina hacia su hermano Esaú que viene a su encuentro con 400 hombres. Decide enfrentarse con su mayor conflicto. Por eso le suplica a Dios:
“Oh Dios de mi padre… Líbrame de la mano de mi hermano, porque le temo, no sea que venga y nos mate a la madre junto con los hijos” (Gen 32,10.12).
La confianza en Dios no priva a Jacob de sus incertidumbres y dudas. Ante el encuentro Jacob:
“se inclina en tierra siete veces hasta llegar donde su hermano. Esaú, a su vez, corrió a su encuentro, lo abrazó y se le echó al cuello, lo besó y lloró” (Gen 33,3-4).
“El sol salía” (Gen 32,32).
Y Jacob instó a su hermano Esaú para que acogiera los regalos que le ofrecía con estas magníficas palabras, que reflejan el misterio de toda reconciliación:
“Si te alegras de verme, toma el regalo que te doy, ya que he visto tu rostro como quien ve el rostro de Dios y me has mostrado gracia” (Gen 33,10).
La transformación reconciliadora acontece en un lugar, que se convierte en “lugar de memoria”: donde contemplado el rostro del hermano se contempla el rostro de Dios y uno se contempla a sí mismo con una nueva identidad.
Este magnífico relato nos muestra que la reconciliación es un camino que va desde el conflicto entre hermanos hasta la transformación, que es un encuentro y que es un lugar donde aparece el sol, donde amanece un día nuevo. Y la dignidad del humillado se ve restaurada.
A partir de este relato mi intención -en esta reflexión- no es hablar del conflicto en cuanto tal, sino de la “oportunidad de transformación”, de reconciliación, que todo conflicto nos ofrece. Y, para ello, voy a presentar unos criterios –basados en la sabiduría que el Espíritu derrama en nuestro tiempo y contemplados a la luz de las enseñanzas de Jesús, nuestro Maestro-.
El conflicto emerge fácilmente en nuestras relaciones con los demás. El Creador nos quiso diferentes y no clones. Él valoró –ya desde el inicio- la diversidad y la libertad. El conflicto no es, en sí mismo, pecado. Pero el pecado trata de entrometerse cuando abordamos nuestras diferencias interpersonales: el pecado nos hace creernos superiores al otro, ególatras, que odian y tratan de imponerse.
El conflicto nos acompaña a lo largo de nuestra vida, porque nosotros mismos y las relaciones que establecemos con los demás son muy cambiantes. No somos estatuas. Nuestras relaciones se tensan, o destensan; van y viene como las olas dentro de un mar en constante movimiento y, muchas veces, impredecible. El conflicto nos desestabiliza, nos puede volver violentos, nos hace sufrir, se torna a veces destructivo.
Resolvemos los conflictos cuando superamos cada “episodio” con una solución que lo des-activa. Recurrimos a veces a soluciones drásticas, como alejar a quienes viven el conflicto: “muerto el perro, se acabó la rabia” –dice nuestro refranero-. Pero ese alejamiento quizá resuelva el conflicto, pero no transforma a sus protagonistas. Jacob y Esaú se separaron. Desapareció el conflicto exterior. Pero no, el conflicto interior. La transformación del conflicto es otra cosa.
“Los conflictos existen siempre; no tratéis de evitarlos, sino de entenderlo” (Lin Yutang).
Y, para entenderlos necesitamos descubrir que detrás de cada uno de ellos hay alguna razón; y ¡es ahí donde está la clave, no solo para resolverlos, sino para convertirlos en oportunidad de transformación, en motor de cambio! Es necesario pasar del “episodio” al “epicentro” que genera un conflicto y después otro y otro. Albert Einstein apuntaba a ello cuando decía:
“Se requieren nuevas formas de pensar para resolver los problemas creados por las viejas formas de pensar”
El conflicto está, ante todo, en la mente, en la conciencia que se tiene de la realidad, en el sentido que se le da. Cuando, en cambio, se adoptan nuevas formas de conciencia, de pensamiento, se ataca el conflicto en su misma raíz, en su epicentro. La solución precipitada y meramente exterior del conflicto, acaba con él, pero no transforma, ni nos encamina hacia una situación nueva, más dinámica y creadora.
Cuando nos situamos en el “epicentro” del conflicto podemos adquirir una visión global que nos permite ver las cosas de otra manera y generar –desde ahí- un nuevo sistema de relaciones y de conducta.
Para Jesús el “epicentro” estaba, no tanto en la acción exterior, cuanto en el corazón: ¡qué bien lo entendió Jesús cuando ante un paralítico o una pecadora o adúltera exclamaba: “Tus pecados te son personados” (Mt 9,5; Lc 7,48; Jn 8,11). El “no peques” sonaba en la boca de nuestro Maestro como una invitación a entrar en el reino del amor:
“ama a Dios con todo tu corazón, toda tu alma, toda tu mente y al prójimo como a ti mismo” (Lc 6,36; Mt 22,37).
El reino de la “triple y única referencia amorosa”: Dios, prójimo y yo.
En el Reino de la Vida se adquiere la capacidad extraordinaria de ver y saludar en el “otro” e incluso en “uno mismo” la presencia de “lo divino”, de “lo sagrado”. Es así cómo se produce un cambio real en nuestras relaciones y pasamos de la tensión a la dis-tensión, del enfrentamiento a la co-laboración creadora. ¡Amanece un nuevo día!
Este diseño
Para diseñar el mapa del conflicto:
Así se descubren energías que está por dejado y que pueden confluir para hacernos superar las aparentes incompatibilidades. Así se maneja la complejidad. Así se adquiere una nueva conciencia. En la conciencia se inicia el cambio, la transformación.
El relato de los padres “Isaac y Rebeca” y de los dos hermanos “Jacob y Esaú” es para nosotros un modelo de análisis de las raíces del conflicto: ¡no solo de los episodios conflictivos, sino del epicentro del conflicto!.
La transformación que se produce entre los dos hermanos es presentada por el Génesis como un largo camino. Camino es todo proceso de reconciliación, de transformación. En él encontramos a Dios, a los otros y a nosotros mismos.
El movimiento hacia la transformación –que se inicia en el epicentro- no es ni circular, ni lineal, sino “en espiral”.
Sin asumir riesgos nunca nos acercaremos al milagro de la transformación reconciliadora.
Existen diversas formas de afrontar los conflictos.
Cuando observamos la realidad de nuestra humanidad, en este momento histórico, descubrimos que nos envuelve una gran y seria conflictividad global: política, económica, religiosa. Todos somos hermanos y hermanas y, sin embargo, ¡cuánta desigualdad! ¡cuánto desconocimiento y desatención mutuas! La misma conflictividad se descubre en las familias, donde se esconde tanto sufrimiento anónimo. La conflictividad está también presente en el trabajo, en las organizaciones y se muestra en relaciones sumamente deterioradas y excluyentes.
La conflictividad está también presente en la Iglesia y en sus comunidades. La historia de Jacob y Esaú sigue presente. Y, a pesar de que ¡todos somos hermanos y hermanas!
Como los conflictos son tan omnipresentes, ¿no será el momento de acentuar muchísimo más en nuestra misión la dimensión reconciliadora? O dicho quizá mejor: ¡en este momento el Espíritu Santo nos pide que colaboremos en su Misión reconciliadora, en que seamos facilitadores de reconciliación allí donde estemos, en los contextos más difíciles de la humanidad.
Entremos progresivamente en el camino de la reconciliación transformadora, que Dios no espera para hacer posible el milagro. Es el momento del “let go” – “let come”. Del salto del trapacista que abandona la tabla en la que se balancea para arrojarse el vacío y esperar la llegada de la otra tabla que le hará continuar su balanceo.
“Que brille en nuestro rostro la irradiación de la complejidad, que los vientos del cambio bueno soplen en nuestras espaldas, que nuestros pies se encaminen por sendas de autentividad, que la red del cambio comience ya” (John Paul Lederach).
Me mueve a ello una reciente lectura de John Lederach, profesor de procesos internacionales de paz en la Universidad de Notre Dame; y que ha influido en intentos de reconciliación y paz tanto en América Latina, como en Asia, África y Norteamérica: cf. John Paul Lederach, The Little Book of conflict transformation, Good Books, New York, 2014; Id., Reconcile: Conflict Transformation for ordinary Christians, Herald Press, Harrisonburg, 2014.
Hablo de “porvenir” y no de “futuro” porque como acertadamente dice Jacques Derrida, el futuro es aquello que va desde nosotros hacia delante, el porvenir es aquello que nos sobreviene desde adelante hacia nosotros: el futuro está bajo nuestro control y posibilidades; el porvenir es incontrolable; es necesario estar abierto a él en su imprevisibilidad.
No es lo mismo “lo complicado” que “lo complejo”, como explica Edgar Morin. Lo complicado responde al esquema causa-efecto. Lo complejo responde al reino de la libertad, lo imprevisible e im-programable: así es la vida, la libertad humana.
Fuente:José Cristo Rey García Paredes
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